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MARCO AURELIO, EL INDÓMITO
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2015-07-24 - 09:36
Está cumpliendo medio siglo de tundir máquinas, como se decía entonces, y vaya que las castigaba. Las pobres mecanográficas sufrían su concentración de pugilista, porque así tecleaba en aquellas indefensas Olivetti de antaño. Se lo había aprendido a sus colegas en la redacción, aquellos engreídos de corbata de seda y mangas arremangadas que mordían el cigarro a medio consumir al tiempo que soltaban aquellos epítetos de tormenta… “pusilánimes”, “infames”, “ignorantes”, porque los hombres del poder siempre se han movido por la ambición.
Eso lo supo Marco Aurelio Carballo desde sus pininos en las redacciones de Últimas Noticias y
Excélsior, donde a los veinte años comenzó a entusiasmarse por el ambiente de tinta, plomo, rotativas, cafeína, gritos aislados, nicotina, whisky, papel revolución, “¡Hueso!”, abandonos amorosos, el diccionario Larousse, y cafeína, más cafeína.
Había decidido renunciar a su vocación estudiantil. No sería un economista más en las nóminas de la administración federal sino que cumpliría el deseo inconfeso de su padre, que siempre vivió entre periódicos, libros y revistas. En Tapachula administraban la distribuidora regional de prensa, y Marco Aurelio muchas veces debió montar su bicicleta para repartir (como en novela de John Updike) periódicos de estanquillo en estanquillo. Y claro –al igual de Juan José Arreola– se hizo escritor al leer tantas parrafadas de forzada sintaxis y quizá un rizo de elegancia.
Así migró a la ciudad de México en el remoto 1961 para comprobar su desvarío vocacional y comerse, materialmente a dentelladas, la urbe y sus excesos. Al trasponer las puertas de Excélsior se convirtió en su prisión, su redención, su infierno, su cuna por fin. Además que tenía la guía (y el rebenque) de Arturo Sánchez Aussenac y Miguel López Azuara, que fueron sus verdugos disciplinarios. Así entendió Carballo que el idioma vivía –desde luego- en las pruebas de linotipo, pero fundamentalmente en los libros que empezaron a estar entre sus manos… Henry Miller (sobre todo), Truman Capote, Luis Spota, Alberto Moravia, Tom Wolfe, Patricia Higsmith, pero sobre todo Norman Mailer, cuya obra fue su emblema de vida: “Los hombres duros no bailan”.
Nunca nadie, que yo recuerde, ha visto bailar a Marco Aurelio Carballo. Es de lo que en las fiestas se tumban en la silla, con el ron de siete hielos en la mano, y mira con severidad a las parejas, los esforzados bailarines, las gorditas contoneándose, y él solamente mira y registra.
El dilema de Marco Aurelio ha sido, como para tantos, la nota o la novela. Mentir literariamente o reportear lo secreto. Sus paladines son Ernest Hemingway y Gabriel García Márquez, que se hicieron en las redacciones de periódicos como en la soledad del novelista. Los jueves son reporteros, los lunes narradores. Así viven esa dualidad esquizofrénica porque no pueden abandonar. Lo mismo que Ricardo Garibay, Fernando Benítez, Vicente Leñero, Cristina Pacheco, y ya lo dijimos, Luis Spota.
La literatura de Carballo suma fundamentalmente cuentos, relatos, novelas y eso que se le da tan bien y que él ha bautizado como “turbocrónicas”. Es decir, diría el sicoanalista, quítame la chamba. En sus novelas Polvos ardientes de la segunda calle, Mujeriego, Vida real del artista inútil y sobre todo Últimas noticias, Carballo retrata a un personaje que lo obsesiona: el periodista que deja el terruño y al que abandonan las mujeres, el escritor incomprendido, el alcohólico irredento, el contrincante de los intelectuales… pero sobre todo un humorismo de autoinmolación a lo bonzo pantagruélico.
Los mejores días de Marco fueron en Madrid, cuando corresponsal del diario unomásuno, de la mano de su fiel pichona, Paty Zama, que ha sido su imbatible escudera. Sus más grandes alegrías fueron con su compinche “el Rayo” Rafael Ramírez Heredia, de cuyas parrandas podría escribirse una novela surrealista. En fin, que cumpliéndose hoy los cincuenta años de su iniciación como tunde-máquinas, celebramos a Marco Aurelio por lo que aprendimos con él, sus regaños y exaltaciones, su amistad. Así que alzamos el vaso de ron, y brindamos con siete hielos, ¡salud, buen amigo!

Los contenidos, estructura y redacción de las columnas se publican tal cual nos las hacen llegar sus autores.

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