04 de Mayo de 2024
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IN MEMÓRIAM, FEDERICO CAMPBELL
2014-02-25 - 08:50
De Alcatraz a Guantánamo se resume nuestra cultura carcelaria. En 1969 Woody Allen se estrenó a la cinematografía con una película de nombre por demás sugerente: “Robó, huyó, lo atraparon”, en la que narra la desventurada historia de Virgil Starkwell, un fallido asaltante al que todo le sale mal. Igual que a Joaquín Guzmán, huyendo por las alcantarillas, ahora que reposa en la litera de cemento de su celda en Almoloya.
Se vive un cierto respiro en la sociedad. El criminal más buscado del planeta (luego de Osama Bin Laden) ha sido capturado en un despliegue que merecerá, algún día, un recuento novelesco. La aprehensión de “El Chapo” es un alivio, temporal, para la tensión social que implica la violencia cotidiana que se vive a la vuelta de la esquina. Algo que puede ser interpretado como “tarde, pero serán castigados”. Es decir, la impunidad no puede ser perpetua.
La cárcel, como destino a los infractores. No es lo mismo una detención temporal por conducir en estado de ebriedad (le acaba de ocurrir a la actriz Rebeca Jones), que andar a salto de mata como el financiero Gastón Azcárraga, que en su mismo nombre encierra la acusación de las decenas de millones de pesos que habría vaporizado de la aerolínea Mexicana de Aviación.
La prisión es la contraparte de la ley. “Si eres buen ciudadano te premiaré con tu libertad, si optas por delinquir, te irás a la mazmorra”. Ése es el mensaje que aprendemos desde párvulos… que hay normas, límites, policía, jueces y castigo a la infracción legal. Entonces la justicia priva entre nosotros (je!) y los maleantes irán al bote. Recordemos, por cierto, que el país que más ha desarrollado su infraestructura carcelaria es Estados Unidos, donde hay más de 1.5 millones de reclusos tras las rejas.
Ahora se les llama “centros de readaptación social” (sí, cómo no), y son el caldo de miles y miles de abogados, fiscales, coyotes, ministros, jueces, secretarios de juzgados y ministerios públicos, donde la ley, y su interpretación, puede significarnos un par de meses en chirona, o la vida entera. Los delitos son inacabables. Desde el peculado de Andrés Granier contra el erario durante su gestión como gobernador, hasta el magnicidio del aquel olvidado Mario Aburto, en las cañadas de Tijuana. Delitos contra la salud y contra la libertad de expresión, contra la integridad personal y contra el patrimonio. Los hay de todo tipo y nadie se ha salvado, al menos, de una amonestación bajo la luz roja del semáforo.
De ahí que las cárceles se hayan convertido en escenarios indispensables de los relatos novelescos, por no decir que cinematográficos. Pisaron la cárcel, por muy diversos motivos, Benito Juárez y Heberto Castillo, Fidel Castro y el escritor José Agustín. Algunos de los relatos en esos penales, por cierto, han logrado cimas literarias de indudable peso. Nombremos, por ejemplo, las dos novelas más notables de José Revueltas: “Los muros de agua” y “El apando”. Ambas narran momentos de su vida cuando fue reducido a prisión por motivos de su militancia comunista. El primero, a los 18 años, cuando el gobierno de Pascual Ortiz Rubio lo envió al presidio en Islas Marías; el segundo, cuando Díaz Ordaz lo envió al “palacio negro” de Lecumberri, acusado por el delito de “disolución social”.
Y qué decir de “Archipiélago Gulag”, el relato supremo de Alexander Solyenitzin, donde narra su experiencia en los “campos correctivos” de Siberia; todo porque en su correspondencia personal se atrevió a denigrar la figura de Stalin. O la tremenda novela de Henri Chàrriere, “Papillón”, publicada en 1969 y donde cuenta sus desgracias en el penal de la Isla del Diablo purgando un crimen que no cometió.
Ahí están las cárceles y sus inquilinos. ¿Qué libro de memorias despechadas se estará tramando en la celda favorita del penal de Santa Marta Acatitla? ¿“El mundo contra Elba Ester?”. Será cosa de esperar.

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