27 de Abril de 2024
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VICENTE ATISBA A EMILIO
David Martín del Campo
2014-12-05 - 10:05
Estaba feliz. Con el ahorro de años por fin había logrado construir su estudio en lo alto de su casa en San Pedro de los Pinos. Ah, escribir a lo libre sin las monsergas de la cotidianidad doméstica. Ese día Vicente Leñero se alzó en su reluciente escritorio, allá en la azotea, y lo primero que vio fue a Emilio Carballido, su vecino de la esquina, que lo atisbaba. Contaba que se miraron, sonrieron levemente, y Vicente ya no pudo escribir sabiendo que el otro estaba allá vigilándolo. A qué hora aparecía, cuándo se retiraba.
Vicente fue un hombre ejemplar. Hijo disciplinado, le dio gusto a su padre al titularse como ingeniero civil, y hasta ejerció el oficio durante algún tiempo. Los mingitorios de mi escuela en la UNAM, por ejemplo, estuvieron a su cargo… y le quedaron un poco altos. “Como para noruegos –contaba en corto–, porque se empotraron a metro y medio del piso, y así nadie alcanzaba”. Luego abandonó eso y se dedicó a las letras activas, es decir, el teatro, el cuento, la novela. Nunca la poesía; no podía, le pesaba la losa ingenieril.
Sin embargo lo suyo fue el periodismo. Sin vergüenzas ni remilgos. El reportaje, éntrale, ¿ya tienes la primera frase? Preguntar, investigar, escribir con claridad. Durante buen tiempo dirigió la revista Claudia, donde lo mismo había reportajes de la Zona Rosa que de la cultura hippie. Así las cosas apoyó a los escritores que por entonces descollaban y necesitaban pagar la renta. Le ofrecían sus entrevistas… José Agustín, Ignacio Solares, Juan Tovar, y pagaba puntualmente.
Luego pasó a la “Revista de Revistas”, y así se ganó la amistad de Julio Scherer y de la pléyade de articulistas y reporteros que no daban tregua al gobierno de Luis Echeverría. Que terminó por declararles la guerra. Vino el golpe de estado contra la cooperativa y todos a la calle por aquel incidente “intergremial”. La derrota que se volvió victoria del periodismo crítico. Esa epopeya habita en las páginas de Los periodistas, una novela-reportaje descarnada como pocas. Luego vendría esa parodia picaresca, “El evangelio según Lucas Gavilán”, que el mismo Fellini envidiaría.
Uno telefoneaba buscándolo y la sirvienta lo excusaba: “El señor salió ahorita a misa. Llámele en media hora”. Era de los pocos escritores católicos comprometidos. De ahí su hambre de justicia, sus resquemores pecaminosos, su dogmatismo al discutir. Se encendía, alargaba las vocales, “nooo, nooo, ¿pero cuaaando?”. Su mayor gozo eran las partidas de dominó la noche de los jueves en la redacción de Proceso. Apostaban poquito, jugaba con Armando Ponce, hacía pareja con Carlos Marín, o los que estuvieran. Era una cita imperdible.
Fumaba, fumaba; se fumó la vida a sabiendas de que el cigarro terminaría por desgarrarle los pulmones. Luis de Tavira me lo confesó hace tres semanas: “no quiere hablar con nadie, no puede desprenderse de la mascarilla de oxígeno, está encerrado con su conciencia”. Luego del cigarro, lo suyo era el whisky. Cuando guionista con Pedro Armendáriz y José Luis García Agraz para lanzar la serie “Tony Tijuana”, eran juntas con una botella de Buchanan’s y el entusiasmo hasta las dos de la madrugada.
Vicente leía y leía de todo. Esos jueves escapaba de Proceso al Vips de Insurgentes con el librito bajo el brazo. El teatro fluía en su sangre. Cómo se emocionaba al evocar los días de la infancia cuando él y sus hermanos armaron aquella compañía de teatro en el garaje de casa. Cobraban el boletaje, martillaban el teatrino, pintaban los decorados. Primero marionetas, luego ellos mismos con los zapatotes y las corbatas de papá. De ello saldrían, años después, “Pueblo rechazado”, “La mudanza”, “Martirio de Morelos”. El teatro como un ritual de revelación y dolor.
Escuchar sus consejos, no quedaba más. Luego se fue retirando, cerrando gavetas, concluyendo. ¿Cuándo habrá fumado su último cigarro? Tal vez dos semanas atrás. ¿Y su última lectura? Dios sabrá.

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