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COTIDIANIDADES
Raúl González Martínez
2014-10-04 - 10:14

No les digo.
Tuve que esperarme a que el semáforo de peatones se pusiera en verde, mientras veía pasar decenas y decenas de automóviles frente a mí. Luego, a caminar sobre la acera sin poderme bajar de ella. Hasta que en una esquina vi a una muchachita agente de tránsito, muy coqueta, con sus pantalones azul marino, playera blanca, sus botitas de soldado y gorra azul.
¿Qué sucede?, le pregunté desconcertado.
Ella titubeó por un momento, pero de inmediato sonrió en señal de que había entendido mi pregunta. Lanzó un pitido con su silbato y alzó la mano, no sé para qué si los coches estaban circulando correctamente. E indicando a los automovilistas que pasaran, con su brazo y mano derechos extendidos, cual pase de diestro matador, me contestó:
“Tuvieron un retraso… creo que con el transporte, con los camiones”.
Volvió a pitar, a alzar la mano, a darle el paso a los vehículos. “Me parece que como vienen del sur, otros manifestantes les bloquearon la carretera. Pero no se preocupe; va usté a ver que al ratito va a estar bien cerradito el centro otra vez”, agregó.
“Menos mal”, le dije, y me alejé.
Automóviles circulando sin contratiempos por el centro. Eso no puede suceder en Xalapa.
Seguí caminando, resignado a andar sobre la banqueta, a respetar las luces verdes, amarillas o rojas de los semáforos, a aguantar uno que otro bocinazo de algún neurótico al volante y a respirar las emisiones tóxicas de los escapes. Me consolé pensando en lo que me había dicho la agente de tránsito y que ésta era sólo una efímera anomalía, y que pronto llegaría el siguiente contingente de paristas a la plaza Lerdo, a Enríquez, a Lucio, al Hotel México, a las Parroquias y todo todo lo que sea bloqueable en el centro de la ciudad.
Seguí caminando viendo los aparadores, evitando chocar con señoras y muchachas prendidas al celular en cuerpo y alma, y ahí por la entrada al pasaje Tanos escuché:
“¡Raúl!”.
Volví la cabeza, pero no vi a nadie conocido. “Debe ser otro Raúl”, pensé.
“¡Raúl!”.
Volví a escuchar y volví a voltear. Esta vez no había duda de que era a mí a quien llamaban, porque el camarada, aunque no lo conocía, se dirigía a mí mirándome con ojos de reclamo y señalándome con el dedo.
Era un joven treintañero, de tez morena, con tenis blancos, pantalón de mezclilla, gorra de cátcher (de las que tienen la visera para atrás) y camiseta blanca con el logotipo de una organización de cuyo nombre no quiero acordarme.
“No me gustó su artículo del sábado pasado”, dijo ya cerca de mí, agitando su dedo índice, que no dejaba de señalarme.
Me detuve interesado.
“¿Qué es lo que no te gustó, amigo?”, le pregunté, intentando ocultar por todos los medios el orgullo que sentía de haber tenido por lo menos un lector.
“Usted se burla de nuestro derecho a manifestarnos”, dijo.
“¿Yooo?”, le respondí con toda la hipocresía de la que fui capaz.
“A los ricos sólo les importa que no los dejen pasar en sus carros –dijo–, pero ¿y nuestras legítimas demandas? ¿Eso no les importa?”.
“Yo veo algunos tsuritos y hasta vochitos medio destartalados que andan por ahí –intenté esgrimir algunos razonamientos–, además están los autobuses, que también quedan varados y las personas que se transportan en ellos no me parecen…”.
“Ellos también son ricos para nosotros”, me interrumpió autoritario.
“¡Ah!”, exclamé.
Seguí caminando hacia la esquina, esperando inútilmente que el amigo se olvidara del asunto. Atravesé Lucio y lo sentí caminando tras de mí. Aceleré el paso, subí las escalinatas, y ya con un poco de desesperación, me metí en catedral, esperando que él se detuviera súbitamente en el umbral, exorcizado por la beatitud del lugar. Pero no; atravesó indemne la barrera invisible. Caminé hacia adentro y de reojo vi que ahí seguía, como rémora. Alzó la vista, vio la estatua de San Pedro, y me volteó a ver a mí. Unos pasos más vio la estatua de San Pablo y me volteó a ver a mí. Más adelante abrió aún más los ojos como admirado, vio la estatua de San Francisco de Asís, y me volteó a ver a mí.
Ya sin saber qué hacer me fui a sentar en la banca de hasta adelante. Pues ahí estaba. Sentado junto a mí cual piadosa dama de la tercera o cuarta edad. Me clavó sus ojos negros, y con mirada de borrego a medio morir me dijo suplicante:
“Don Raúl, no vuelva a escribir esas tarugadas, y menos en el Oye Veracruz”.
Me paré y caminé hacia el otro lado. Al pasar por el centro de la nave me incliné ante el Señor, y le pedí que mandara a este prójimo a la… casa con su esposa y sus hijos, o por lo menos ¡a bloquear lo que se le pegue la gana, pero lejos de mí!
Lo único que me quedaba era seguir caminando y mirarlo de reojo; y sí, ahí seguía, fiel a sí mismo, como a metro y medio tras de mí, un poco a la derecha.
“Trataré de ser más imparcial en el futuro”, le mentí, a ver si lo dejaba satisfecho.
Continué mis pasos, dispuesto a salir del templo por el lado opuesto del que había entrado. Ahora yo fui el que alzó la vista y pensé que cómo me sería útil en ese momento esa espada de San Miguel Arcángel.
“¿Y las ambulancias? –dije ya sin saber qué hacer–, ¿no crees que podría provocar una desgracia el que se retrasaran por no poder pasar?”.
“¡Uuuy, ya ve que anda usté mal informado! Si ya vamos a tener un paraimédico y medicinas en la carpa principal de la plaza Lerdo. ¿Usté cree que no pensamos en la suidadanía? Si ya hasta vamos a pedir que se nos proporcione una partera”, respondió.
Empecé a caminar rapidísimo (lo “rapidísimo” que me permiten mis tres pies; los dos de carne y hueso y el bastón). Bajé las escalinatas dispuesto a dirigirme a los bajos de Palacio de Gobierno y, olvidándome por un momento de mis cristianos principios, me le atravesé intempestivamente a un automóvil, esperando que él se quedara rezagado, o por lo menos que lo atropellaran detrás de mí. Llegué a la acera del Palacio entre los claxonazos del automovilista involucrado. Alcé la vista. Ya no lo vi.
Continuará… desgraciadamente.
Y hasta el próximo sábado, si Dios y los manifestantes lo permiten.

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