25 de Abril de 2024
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El arquitecto nadando
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2016-09-20 - 14:21
Todos los días nadaba. Luego venía el baño y el desayuno. Acababa de cumplir 90 años y así y todo se dio el gusto de viajar a San Petersburgo para celebrar el pastel de las inacabables velitas. Después, con asombrosa puntualidad, se desplazaba a la esquina de Insurgentes y Río Mixcoac para supervisar los avances de la Torre Manacar –que será un portento de la arquitectura urbana- y que por desgracia ya no verá consumada luego del infarto que se llevó su vida el jueves 15.
Teodoro González de León fue un arquitecto nato. Hombre prudente, sabio, eludía los elogios de más pues lo suyo, después de todo, era un deber, más que un oficio. Rechazaba el término de “monumentalidad” que algunos empleaban para describir sus edificios, muchos de los cuales son obras señeras de la metrópoli… el Auditorio Nacional, el Museo Rufino Tamayo, la Torre Virreyes, el famoso edificio de dos cuerpos denominado “el Pantalón”, en Santa Fé.
¿Cuál es la materia de un arquitecto? ¿Cuál la materia además del concreto, las varillas y el tabique? La pregunta lleva a otros géneros, pues resulta siempre difícil describir la esencia de las artes. La danza, ¿qué contiene? ¿Y la pintura, la música, la literatura? Nada distinto de cuando en las cavernas nos animábamos a conquistar el entorno. Entregarnos a la intemperie, dominar el planeta.
La historia es injusta con los arquitectos. Salvo un puñado, son los artistas más olvidados de la civilización. Será por ello que antiguamente colocaban sobre el zaguán la plaquita metálica “Arq. Pedro N. Santibáñez, 1959”. Y esa crueldad, decíamos, es cotidiana porque ahora mismo que alzamos la mirada y vemos la ventana, el muro que separa la estancia, la cornisa de la casa de enfrente… todo ello estuvo en la mente de un arquitecto, en sus esténciles (se decía entonces), en los bocetos y el plano final porque la materia de los arquitectos, con todo y sus fluxómetros y libretas cuadriculadas, estriba en el espacio habitable.
Ya lo decíamos, saliendo de las cavernas ellos fueron los hombres más necesarios encargados de transformar la materia terrenal en vivienda, taller, fortaleza. De ahí que muchos de ellos (como ha sido el caso de don Teodoro) deriven tan fácilmente a las artes hermanas de la escultura y la pintura, que suman esa misma vocación de “hacer cosas” con la materia terrenal.
González de León estudió tempranamente en el taller de Le Corbusier en París. De él aprendió el concepto de funcionalidad que debe tener un edificio. No por nada el genio suizo llamaba a sus edificios de apartamentos “máquinas para habitar”. Es decir, desprenderse de lo superfluo, la ornamentación, las cenefas y dirigirse a la cosa, al muro, al concreto. De ahí que una de las características de las edificaciones de González de León sean los terminados en concreto cincelado. Algo que, en principio, no afecta la erosión ni los agentes contaminantes, ni es necesario repintar ni “tratar” con impermeabilizantes. Construir a partir del concreto es, un poco, retornar al principio de nuestros tiempos. El hormigón es piedra, ni más ni menos, de modo que un edificio de concreto equivale a la caverna de origen. Piedra.
El otro elemento que la arquitectura funcional aporta a la vivienda es el sustituto del fuego que proporcionaba la iluminación indispensable para no vivir a ciegas. De ahí que las ventanas, y la orientación de la mismas, operan como la entrada de los tiempos cavernarios. Y con ello, naturalmente, ofrecer al habitante ese gozo de estar, al mismo tiempo, dentro y fuera. Mirar la calle, el jardín, el cielo, y simultáneamente estar a resguardo y protegidos de la inclemencia.
Eso ha sido el arte de los arquitectos después de Le Corbusier, y Teodoro González de León lo entendió como pocos. Aluminio, cristal, concreto y una forma perdurable que dure para siete generaciones. Que ya luego vendrán los talibanes (que no faltan) a demoler la civilización y transformarlo todo, como siempre, en arqueología.

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