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Ancianos abandonados
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2015-05-23 - 10:00
Hace aproximadamente 3,700 años, José llamado el soñador, presentó al faraón rey de Egipto a sus hermanos y a su padre, el patriarca Jacob (Israel). “Y dijo Faraón a Jacob: ¿Cuántos son los años de tu vida? Y Jacob respondió a Faraón: Los días de los años de mi peregrinación son ciento treinta años; pocos y malos han sido los días de los años de mi vida, y no han llegado a los días de los años de la vida de mis padres en los días de su peregrinación. Y Jacob bendijo a Faraón” (Gn. 47: 8-10).
Lo que vale la pena resaltar aquí, es la importancia que le dio el faraón rey de Egipto, el hombre más poderoso del mundo en aquel tiempo, a la bendición de un venerable anciano que se dedicaba a criar borregos junto con sus hijos.
Cuando el presidente de Estados Unidos, Dwight David Eisenhower, visitó al papa Juan XXIII en el Vaticano, al despedirse el pontífice le dijo: “Deja que te dé la bendición”. El general estadounidense, bajando la cabeza y apenado dijo: “Señor, no soy católico”. Entonces, el enormemente culto y afable Angelo Roncalli le respondió: “No creo que te perjudique la bendición de un anciano”.
En los últimos días algunos medios de comunicación han vuelto a hacer énfasis en algo que todos conocemos de sobra, pero que a veces lo hacemos de lado en nuestra mente y hace falta que se nos recuerde: el abandono de los ancianos en los asilos por parte de sus familiares.
Resulta extremadamente inhumano que a muchos ni siquiera los visiten para platicar un día a la semana o al mes (porque en algunos casos el abandono es total), ya que ni aún se requiere que se haga gasto alguno, porque, mal que bien, el asilo les da de comer y lo demás que es menester.

Ahora, los ancianos recluidos en asilos no están totalmente abandonados, pero porque personas y grupos, ya sea de labor social o religiosos que no tienen obligación directa (aunque todos tenemos obligación ante Dios y como sociedad), acuden y les llevan de comer, algunos les van a leer, les presentan obras de teatro, reciben visitas de niños de primaria o jardín de niños, etcétera.
Aunque es de desear que los familiares de esos viejos (lo digo con respeto, pues un día escuché a un señor de edad mayor que no quería que le dijeran “persona de la tercera edad” o “adulto mayor”, sino viejo, que eso es lo que era) se humanicen y debemos insistir y orar por ello, no podemos esperar que eso ocurra de repente y milagrosamente. Es una oportunidad para los que no tenemos obligación directa como familiares, de demostrar de qué estamos hechos como cristianos y como miembros de una sociedad.
La obligación que tiene el gobierno de apoyar y proteger a las personas de edad avanzada, se debe insistir y exigir que se cumpla. Resulta una vergüenza para las autoridades de todos los niveles ver a los ancianos de cerillos en los supermercados. Pero, una vez más, como en el caso de los familiares, no podemos esperar a que el gobierno rectifique a corto plazo y resuelva la situación de los ancianos que ya no tienen fuerza física ni mental para sostenerse a sí mismos. Una vez más, es la oportunidad que nos pone Dios para demostrar que sí captamos aquello de “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. El apóstol Santiago nos dice que debemos ser “hacedores de la palabra, y no solamente oidores” (Stg. 1: 22).
Aquí me gustaría inclinar un poco la balanza para no perder el equilibrio, pues se deben abarcar todos los aspectos que implica la cuestión.
Aunque no es excusa, se entiende que los familiares de esos ancianos son personas que tienen cónyuge, hijos, es decir, su propio hogar, sus propios problemas de toda índole, y puede resultar difícil atender a alguien que, sea como sea, ya vivió; es decir, que ya tuvo su oportunidad en la vida. Pero es precisamente ahí donde se nos pide que vayamos un kilómetro más allá; que practiquemos la misericordia, que es ir más allá de la justicia.
Otro aspecto es el de los caracteres. Los seres humanos poseen un carácter muy particular cada uno de ellos, diferente unos de otros, sean de la edad que sean, niños, jóvenes, adultos, adultos mayores. Hay individuos apacibles, amables, pacíficos; hay personas de carácter, digamos, “difícil”, y esto se da por igual, repito, en niños, jóvenes, adultos y ancianos.
Saco esto a colación porque algunos de esos ancianos que están en los asilos pueden resultar de trato difícil, hoscas, o que tal vez en su juventud no actuaron con sus familiares lo bien que se esperaría. Sin embargo hay una palabra clave que mencioné unos renglones arriba: misericordia.
He escuchado decir a algunos de esos familiares que tienen ancianos en algún asilo: “Es que no lo conoces…” Y es verdad; a veces juzgamos a las personas sin tener conocimiento de la situación íntima, familiar, que envuelve la relación entre el asilado y sus parientes.
Empero, misericordia es ir más allá de la justicia; es decir (y ahí radica la esencia de la actitud cristiana), nuestro deber de ayudar al que lo necesita, aunque en determinado momento no lo merezca. La justicia dice: “El que no trabaja que no coma”. Podemos encontrar a un hombre que no tiene que comer porque lo poco que le llega lo gasta en alcohol y por holgazán; su indigencia es más que merecida. Pues ahí es donde Dios y el universo nos ponen a prueba como cristianos y como seres humanos. La caridad es una de las virtudes teologales y tenemos la obligación de practicarla.
Los ancianos que viven separados de sus familias sufren. Sus carencias son aveces físicas: necesitan pañales, analgésicos, dieta especial, sedantes y paliativos cuando están en etapa terminal; y carencias psicológicas, afectivas, que necesitan ser cubiertas con visitas, lecturas en voz alta, eventos de recreo, etcétera.
Y hasta el próximo sábado, si Dios lo permite.


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