19 de Abril de 2024
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Barbarie y civilización
David Martín del Campo
2015-03-03 - 09:02
Lo nuevo y lo viejo. Tal fue el título de una la película soviética de Sergei Eisenstein en 1929. En ella se demostraba el carácter “superior” del modo socialista de producción, donde todo era entusiasmo, sonrisas y trabajo comunitario. Así, mediante las expropiaciones, la colectivización y el despojo, se arrasaba con el legado “capitalista” (impío y deshumanizado). Y ese verbo, tan sonoro, está de vuelta.
Según el diccionario arrasar significa
“allanar, destruir, echar por tierra, igualar con
el rasero”. Algo de eso hay en las imágenes que la
semana pasada ofrecieron los medios: un piquete de talibanes, apoderándose de las galerías del Museo Nacional en Mosul, proceden a destruir las esculturas sumerias, con más de 3 mil años de antigüedad. Es decir, piezas de los primeros tiempos de la nuestra civilización.

El islamismo radicalizado milita en la permanente “yihad”, que es decir la “guerra santa” contra todo lo que no sean las enseñanzas de Mahoma. Occidente, la igualdad de las mujeres, el Cristianismo, el cine de Hollywood y las rockolas de las cantinas. Nada de eso permite en esencia el integrismo musulmán.
La ideología musulmana es enemiga de las efigies. Por ello su arte prescinde de la reproducción figurativa y se centra el los hermosos arabescos del pensamiento aniconista (es decir, que rechaza las imágenes).

La UNESCO reaccionó ante la fechoría de los yihadistas, calificándolo de “ataque deliberado contra la historia y la cultura milenaria”, además de que se puede interpretar como un mensaje a Occidente: “No respetamos los valores de ustedes y vamos a destruirlos”.
La controversia es antigua. Siempre los ejércitos invasores se han encargado de arrasar con los símbolos del país conquistado. Lo hicieron los vándalos en el siglo III, lo perpetraron los musulmanes en expansión, lo mismo que los conquistadores españoles en Tenochtitlan, por no recordar al ejército aliado arrasando todo vestigio del nazismo.

En el siglo VIII hubo algo similar en el mundo del cristianismo. El emperador León III lanzó la doctrina de la iconoclastía, por la cual deberían eliminarse las imágenes (íconos) de los templos, debido a que la veneración debía ser a la esencia divina, y no a sus representaciones materiales. Un siglo duraron los iconoclastas destruyendo crucifijos y santos de madera, hasta que el concilio de Nicea restableció el uso fervoroso de las figuras que hoy llenan los templos cristianos.

Ese espíritu destructor se renueva año con año. Hay que observar las manifestaciones de los últimos tiempos recorriendo las avenidas del país. Escaparates rotos, oficinas incendiadas, monumentos vandalizados. El viernes pasado la Columna de la Independencia fue graffiteada con lemas del tipo: “La justicia llegará cuando la sangre del burgués comience a correr”, como si viviéramos en una situación pre-revolucionaria.

El espíritu destructivo nos viene de antaño. En los años 20 hubo un movimiento social que asoló la cuenca tabasqueña. Como se recordará, las columnas de los milicianos “camisas rojas”, adheridas al gobernador radicalista, Tomás Garrido Canabal, se dedicaban a quemar iglesias, “fusilar santos” y destruir con el hacha crucifijos y altares. Hasta la catedral de la antigua San Juan Bautista (rebautizada cono “Villahermosa”) fue dinamitada.

Así que no nos sorprenda la presencia de los talibanes pululando por el mundo. Hay mucho que destruir. Estatuas, monumentos, pinturas, museos, palacios, efigies, templos. Construir o labrar una pieza lleva meses o años, para destruirla bastan dos golpes de mazo o un cartucho de dinamita.

Está de moda erigirse como iconoclasta. Destruir las torres gemelas neoyorquinas, derribar las estatuas de Lenin, graffitear todo el Paseo de la Reforma. Al fin, qué. El nuevo orden nos liberará de los símbolos del autoritarismo tiránico. El desorden es el nuevo orden. Quemen los libros, dinamiten los museos, recemos porque pronto, muy pronto, todo sean vestigios. En su momento, la barbarie nos hará justos.


Los contenidos, estructura y redacción de las columnas se publican tal cual nos las hacen llegar sus autores.

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