20 de Abril de 2024
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FELIZ NAVIDAD (Primera parte)
“La historia no es un caleidoscopio fortuito de acontecimientos inconexos; es un proceso dirigido por el Dios que ve el final desde el principio” William Barclay
2014-12-13 - 09:05
Los últimos acontecimientos históricos registrados en el Antiguo Testamento, corresponden a los libros de Esdras, Nehemías y Ester, siendo Malaquías, contemporáneo de Nehemías, quien escribió la última profecía, antes de que el mundo se encontrara en el llamado “silencio de Dios”, es decir, los 400 años que mediaron entre estos hechos históricos y el nacimiento de Cristo. Y a ese lapso de 400 años se le da ese nombre porque no se dieron ya eventos sobrenaturales divinos. Ese “silencio de Dios” terminaría con la aparición del ángel a Zacarías, padre de Juan el Bautista (Lc. 1:11).
Y los últimos hechos históricos narrados en los libros de Esdras y Nehemías son el fin del cautiverio y el regreso del pueblo de Dios, los judíos, a su tierra en Jerusalén, como preámbulo del suceso más portentoso en la historia del universo.
El mundo se hallaba en una especie de anquilosamiento espiritual e intelectual. Al ver que ni todo el conocimiento, filosofía y sabiduría de los griegos ni de todo el mundo, había servido para desentrañar las grandes incógnitas de la humanidad, sobre todo darle sentido al sufrimiento humano, el mismo Séneca, con desesperación y tal vez con intuición, clamaba que los hombres necesitaban a alguien que les tendiera la mano y los levantara. El mismo filósofo hispano-romano decía de la gran metrópoli, Roma, que entonces dirigía el destino de las naciones, que era “un pozo negro de iniquidad”. Y Juvenal, del mismo imperio romano, que era “la atarjea asquerosa, por la que fluyen las heces fétidas de las corrientes sirias y aqueas”.
Los filósofos estoicos estuvieron a punto de dar en el clavo, pero les faltaba el objeto de la redención. Aun en el pueblo al que Dios había dado su revelación, Israel, los guardianes de la ley y los profetas, habían caído en un ritualismo estéril, descorazonado.
Y como mencioné anteriormente, fue al profeta Malaquías a quien correspondió dar las últimas indicaciones, advertencias, antes del “día grande y terrible del Señor”. Porque en ese tiempo se había generalizado el fraude y la impiedad en Israel, incluso entre gran parte de los sacerdotes, por lo que para esos hombres perversos, la encarnación del verbo era más una amenaza que una promesa, “porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho el eterno de los ejércitos, y no les dejará raíz ni rama.
“Mas a vosotros los que teméis mi nombre, nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación…” (Mal. 4: 1-2).
Malaquías termina pidiéndole al remanente del pueblo de Dios, que se aferren a la Ley de Moisés, que es la Ley de Cristo, porque era necesario que durante esos 400 años del “silencio de Dios”, ese resto, ese remanente de judíos fieles, se mantuviera puro hasta el advenimiento del “Sol de justicia”.
Pero Cristo ya había sido anunciado desde el huerto del Edén en Génesis 3: 15, cuando Dios le dice a la serpiente antigua, Satanás: “Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar”.
Como decía Séneca, el mundo que alguien le tendiera la mano y lo levantara. Y eso no podría suceder con el conocimiento sólo, ni con la filosofía, ni con la sabiduría puramente racional, sino con la fe. Los hombres empezaron a entender que no podían solos, que necesitaban un redentor. Porque redimir es liberar mediante pago. Necesitaban a alguien que le diera sentido y razón a su sufrimiento. “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas el eterno cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is. 53: 4-6).
La humanidad corría sin rumbo. Jerusalén era la puerta entre oriente y occidente para el comercio, lo que hoy serían Nueva York o Londres, tanto, que tiempo después San Juan la llamaría simbólicamente “la gran Babilonia” (Ap. 18: 2). Pero a esto se le debe agregar que era también el centro mundial de la religión, pues ahí se hallaba el Templo del Dios altísimo, pues el creador del universo le había dado la guarda de su revelación al milenario y grandioso pueblo judío. Por el cuerpo, por la raza, el mesías debía ser descendiente de Abraham, de Jacob y de David.
Y a pesar de Roma, capital del imperio dominante entonces, Jerusalén (de la cual es provincia Belén) era el ombligo del mundo por decirlo así. Ahí llegaba a adorar gente de todo el mundo, y no sólo judíos, pues gran cantidad de hombres de otras naciones y razas, reconocían que el Dios de Israel es el único y verdadero.
Y a pesar de su pequeñez y humildad, Belén (“Casa de pan”) también se revestía de cierta importancia. Es la tierra donde se encontraba la tumba de Raquel, esposa del patriarca Jacob (Israel); es la ciudad de Rut y Booz o Boaz, abuelos de Isaí, padre del rey David, y por lo tanto ascendientes de Cristo. En consecuencia, Isaí y sus siete hijos, entre ellos David, eran oriundos de Belén. El profeta Miqueas dejó bien claro que ahí iba a nacer el Mesías (Miq. 5: 2).
En fin. Listo o no listo, el mundo estaba consciente o inconscientemente a la expectativa del suceso que estremecería, no sólo a la Tierra, sino a todos los planetas, las galaxias y al universo entero.
Continuará el próximo sábado, si Dios lo permite.

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