19 de Abril de 2024
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ENTRE PARÉNTESIS - David Martín del Campo
LOS JUGUETES DE LADÍN
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2017-11-07 - 14:05
Todos atesoramos un juguete secreto. Una resortera, la muñeca tuerta, el último soldadito de plomo. Con ellos fuimos felices, la fantasía nos robaba la hora de la merienda y en algún punto ellos, los juguetes, éramos nosotros y nosotros ellos. Ah, el changuito de peluche que perdimos un día y nos inauguró en la pesadilla de los insomnios.
El niño Ladín (que así se pronuncia) no tenía más que sus juguetes y una vida de enclaustramiento. Después de todo, a sus 53 años, algo debía hacer además de cumplir con las horas de rezo. Como todos recordarán, el 2 de mayo de 2010 un comando de marines se encargó de ejecutarlo en el poblado de Abbottabad, y así terminó su rocambolesca existencia. Entre los objetos que secuestraron de su búnker en el norte de Pakistán había una serie de películas en DVD, entre ellas las cintas de Cars y Antz, de dibujos animados, pues el taciturno Osama Bin Laden llevaba más de tres años recluido en ese baluarte donde apenas asomaba el sol.
La información ha sido desclasificada por la CIA e incluye 470 mil documentos, muchos de los cuales fueron obtenidos en el asalto de esa noche de mayo. Recuérdese también la frase victoriosa del presidente Obama luego de anunciar la muerte del líder de Al-Qaeda: “Cuando llegué a la presidencia la General Motors estaba muerta y Bin Laden vivo; ahora es al revés”.
Imaginemos la víspera del ataque (que por cierto está magistralmente expuesto en la película de Kathryn Bigelow, La noche más larga); Bin Laden divirtiéndose a carcajadas con sus sobrinos mientras el reloj estaba por marcarle la hora. Y es que todos añoramos esas “horas de nada” con nuestros juguetes y libros de la infancia. Los juguetes que fuimos, que somos, que tratamos de eternizar cuando adultos a la hora de los caprichos y las travesuras.
Algo no muy distinto ocurría, según me cuentan, con el poeta Octavio Paz en sus últimos meses de vida. Lo que más le divertía era pasar algunas horas mirando la serie de los Simpson en el televisor, y que el mundo rodase fuera del recinto donde el canal Nickelodeon imponía su ley. Y qué decir del pasatiempo favorito del otro poeta de aquel tiempo, don Carlos Pellicer arreglando la cochera de su casa con los pastorcitos, los ángeles, los reyes de Oriente llegando al pesebre de Belén. Era como un niño jugando con el Nacimiento decembrino al que añadía fuentes de agua corriente, música de villancicos, foquillos en el firmamento y musgo a pasto para ese magno juguete que se podía visitar sin hacer cita.
Cada quien sus juguetes, porque el juego y la fantasía –no sólo en la infancia– son igualmente necesarios para ubicarnos en el entorno irracional de la vida cotidiana. Cada cual su muro, pero hay gente que transita sin mayores linderos de la infancia a la madurez. Y conste que no estamos hablando del manido “complejo de Peter Pan” de perpetua inmadurez, sino del gusto por los juguetes y lo que representan. ¿Cuál es la última frase que exhala el tremendo Charles Foster Kane en su lecho de agonía? La legendaria película de Orson Welles (Ciudadano Kane) gira en torno a esa palabra musitada por el tiránico magnate de la prensa norteamericana: “Rosebud”. Todo mundo imagina lo peor… un amor prohibido, una clave secreta, alguna perversión porque ¿a quién se le ocurre decir eso, “capullo de rosa” como frase del adiós? Y no se trata, al final veremos, más que de su juguete de la infancia; el añorado trineo de sus inviernos de ensueño, que así se llamaba.
Por ello, ahora que despertamos de la pesadilla de los terremotos, sabemos que la demanda principal de los niños hacinados en los campamentos de damnificados no es por un vaso de leche o una cobija, sino por un juguete que reponga al que perdieron bajo la losa de concreto. Y no necesariamente un play station para aniquilar zombies ni una tableta electrónica para juguetear hasta marearse. Lo que piden es una muñeca, un oso de felpa, un pequeño tiranosaurio que les permita olvidar esos días de horror. Como los que hallaron en el armario de Bin Laden, que alguna vez, antes de travieso global, fue niño.


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